Íbamos a cazar pajaritos, llevábamos
tramperas y sánguches en el bolso. Viajábamos sentados en las viejas tablas, en
los asientos del moribundo tren provincial, camino a Arturo Seguí, lugar
misterioso y lejano entonces para mí.
Una de las paradas del tren era
la estación Monte Chingolo, nombre sobre el cual no puse mucha atención, aunque
debería haberla prestado un joven cazador de pajaritos. No sabía que eso de Chingolo
tenía que ver con unos bichos cantores que volaban y cantaban por la zona.
De esa mañana me llegan, como en
una película descompaginada e incierta, mezclando mi alegría del momento con el
paso del tiempo, fantasmas queridos.
También llegan otros, imágenes en
sombras, antiguos fantasmas desconocidos, que aparecieron en esa parada del tren;
fantasmas sin sábanas ni cadenas, parecidos a personajes sin nombre de una
película de convoys (en esa época para mi viejo y para mí la palabra cowboys
como la palabra sandwich no existían).
Estaba mirando por la ventanilla
y de pronto vi a dos tipos que ahora no puedo ubicar bien en el paisaje ― no
recuerdo si estaban en el andén, saliendo del hall de la estación, o más allá todavía,
en la puerta de algún boliche ―, dos hombres que se enfrentaban, uno con un
cuchillo en la mano y el otro blandiendo una alpargata, dispuestos a pelear.
Cuando le
puse toda mi atención a la escena, el tren empezó a moverse y a acelerar.
No sé si los tipos se hablaron,
pero los vi amagar, atacar y defenderse. Tuve que ir girando la cabeza en el
intento de seguir la pelea, pero ya no había remedio, nos fuimos alejando y la
escena se fue convirtiendo en una imagen suelta en la mente de un chico que jamás
conocería el desenlace, con los ojos todavía muy abiertos y bajo los efectos del
lento y ruidoso traqueteo del convoy sobre la trocha angosta en dirección a La
Plata.
― ¿Qué
va a pasar?
― A lo
mejor el morocho lo caga a zapatillazos ― me dijo mi viejo.
No sé
si lo diría por experiencia o por sus largas lecturas o por tantas películas de
convoys vistas en el Roca o muchas policiales tanto en cine como en televisión.
Me
parece que, como yo, frente a las circunstancias y los datos inexistentes,
calculó de manera rápida quién era el más débil y se puso de su lado.
Nunca
más fuimos a cazar pajaritos. El misto cantor y la jilguera que cazamos fueron
los últimos bichos cautivos en mi casa.
El
misto se murió de viejo y la jilguera bajo las garras de un gato vagabundo,
señor atorrante de los techos del barrio.
Preferí desde entonces no tener
más pajaritos y conformarme con los zorzales libres que pasaban por el jardín
buscando lombrices o alborotaban con su canto antes del amanecer y con los
gorriones volando y picoteando de aquí para allá.
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