Quemó el último libro. Era una noche cualquiera.
No los había leído todos.
Empezó unos años
antes por los que no le habían gustado o le parecían mal escritos o por
aquellos de los que intuía una mala traducción.
Dejó para el
final algunos, por razones desconocidas o conocidas, con la esperanza ― y la
esperanza puede ser tan falsa como una persona ― de cambiar de opinión un día,
o de llegar a leerlos antes de que les tocara el turno del fuego depurador,
merecido o no.
Pero la máquina,
su máquina, él mismo, se había puesto a funcionar casi al mismo tiempo en que
desistía de intentar sacar algo en limpio de esos bloques de papel acumulados
en la biblioteca.
La máquina de
quemar era más rápida y eficiente que lo que nunca fue el lector ni el
bibliotecario.
Esa máquina y su
operador, alguien adentro suyo que era él mismo y, al mismo tiempo, otro,
vagamente parecido, no tenían vacilaciones.
Recordaba el
primer libro que llevó a la hoguera (El centroforward murió al amanecer) dejando
de lado una cuestión de orden que se había impuesto y dejándose llevar más por
su poco interés por el teatro leído que por el teatro en general o la obra en
particular.
El penúltimo que
hizo consumir en el fuego (El delantero centro fue asesinado al atardecer) tal
vez padeció las llamas en el intento de una vaga simetría, una broma o un vano
homenaje a un escritor todavía querido o al personaje que había creado.
El que se
consumió en la última hoguera, tal vez haya sido el más querido, el varias
veces leído, el que venía de un mundo totalmente perdido y que lo había
conmovido, alterado, cambiado o afirmado en la adolescencia; tal vez el único
libro de su vida, otro que ya no necesitaba.
Posiblemente lo
reservó para el final porque era el libro que hubiera querido escribir y se
convirtió, paradójicamente, en el libro que lo había escrito.
El engranaje se cree dueño del movimiento, aunque nunca logra escapar de su círculo captor.
ResponderEliminar