Soy un rápido tren
que hace años va y viene
entre la ciudad Sí
y la ciudad No.
Mis nervios están tensos
como cables
entre la ciudad No
y la ciudad Sí.
Todo está muerto y asustado en la ciudad No.
Es como un despacho empapelado con tristeza.
Fruncen el ceño en él todas las cosas.
Hay recelo en los ojos de todos sus retratos.
Cada mañana enceran con bilis su parquet.
Son sus sofás de falsedad, sus paredes de desgracias.
Jamás en él un buen consejo te darán,
ni un ramo de flores, ni un simple saludo.
Las máquinas de escribir teclean, con copia, la respuesta:
“No-no-no... no-no-no... no-no-no...”
Y cuando al fin se apagan todas sus luces
los fantasmas inician su lúgubre ballet.
Jamás, ni aunque revientes, billete lograrás
para escapar de la negra ciudad No.
La vida, en cambio, en la ciudad Sí, es un canto de mirlo.
Carece de paredes la ciudad, es como un nido.
Las estrellas te piden acogerse en tus brazos.
Y, sin avergonzarse, los labios solicitan tus labios
con un quedo susurro: “Todo son tonterías...”
La reseda incitante solicita ser cortada,
y ofrecen los rebaños la leche en sus mugidos,
y en nadie hay un asomo de recelo,
y adonde quieras ir, te llevarán al instante trenes,
[barcos, aviones,
y, con rumor de años, va el agua murmurando:
“Sí-sí-sí... sí-sí-sí... sí-sí-sí...”
Sólo que, a veces, en verdad, es aburrido
que todo se me dé apenas sin esfuerzo
en esta ciudad Sí multicolor y deslumbrante.
¡Mejor ir y venir hasta el fin de mi vida
entre la ciudad Sí
y la ciudad No!
¡Mejor tener los nervios tensos como cables
entre la ciudad No
y la ciudad Sí!
Tomado de la antología Entre la ciudad Sí y la ciudad No. Alianza Editorial, 1980.
viernes, 22 de noviembre de 2019
martes, 12 de noviembre de 2019
La curva (sergio beleiro)
En la
curva la muerte. El miedo en todo el camino.
Lo supo
al despertar y verlo junto a la ventana mirando el campo, el horizonte, vestido
para salir.
Lo supo
cuando él se dio vuelta y le dijo "¡Vamos!".
Lo supo
entonces, o ya lo sabía, como un resabio de la noche, del mal sueño, de los
días pasados, de la forma en que había cambiado o no lo había podido cambiar.
Le dijo
"¡Vamos!" y no dijo más.
Ella
tardó un poco en vestirse, salir y cerrar la casa, obnubilada, perdida o
resignada. Mientras tanto él ya se había sentado en el coche, lo había
arrancado y esperaba con las manos en el volante y la vista perdida hacia el
frente.
Entró
en el coche sabiendo que no lo debía hacer, pero sin poder hacer otra cosa. No
se había acomodado cuando el auto empezó a moverse al mando de ese hombre tan
conocido y desconocido que era su marido desde hacía tantos años.
Él no
dijo nada, no iba a decir nada, manejaría mirando al frente, casi sin
pestañear, a una velocidad prácticamente invariable y peligrosa.
No
tendría que haber subido, aunque no hacerlo, intentar otra cosa, hubiera sido
nada más que cambiar un poco sus planes, cambiar las formas, adelantar los
hechos.
Nunca supo adivinar cuando se iba
a poner así, nada lo indicaba la noche anterior ni un par de horas antes, no
había signos, era la persona encantadora de siempre y un rato después otro,
inaccesible, frío, rígido, destructivo. Cuando se ponía así llegaban los
desastres o algo parecido. No se lo podía convencer de que desistiera, aunque
fuera de algo trivial, era imposible hacerlo cambiar de idea ― de saber cuál
era ―, e imposible resistirse. Se tornaba violento, otro. Cualquier oposición
implicaba lo impredecible y podía descargar su violencia donde menos se lo
esperase.
Lo impredecible,
el hecho, lo que iba a suceder, no su inevitabilidad, ocurriría en la
carretera, en la casa, en el medio de una ciudad ahíta de gente en pleno
movimiento.
Oponerse,
intentar la mayor o menor resistencia, simplemente la llevaría a otra curva, más
o menos cerrada o resbalosa, a este o aquel precipicio, a la muerte que no
hubiera esperado de ese modo, pero que sabía desde mucho antes ― tonta esperadora de milagros en la
que se
había convertido ―.
Tenía
miedo y resignación. Ya no volvió a mirarlo ni siquiera de reojo. Ese miedo,
raro pero final, no dejaba de ser otro matiz del paisaje
Cerró
los ojos y esperó lo inevitable sin ponerse a rezar.
jueves, 7 de noviembre de 2019
Lluvia (Juan Gelman)
hoy llueve mucho, mucho,
y pareciera que están lavando el mundo.
mi vecino de al lado mira la lluvia
y piensa escribir una carta de amor /
una carta a la mujer que vive con él
y le cocina y le lava la ropa y hace el amor con él
y se parece a su sombra /
mi vecino nunca le dice palabras de amor a la mujer /
entra a la casa por la ventana y no por la puerta /
por una puerta se entra a muchos sitios /
al trabajo, al cuartel, a la cárcel,
a todos los edificios del mundo /
pero no al mundo /
ni a una mujer / ni al alma /
es decir / a ese cajón o nave o lluvia que llamamos así /
como hoy / que llueve mucho /
y me cuesta escribir la palabra amor /
porque el amor es una cosa y la palabra amor es otra cosa /
y sólo el alma sabe dónde las dos se encuentran /
y cuándo / y cómo /
pero el alma qué puede explicar /
por eso mi vecino tiene tormentas en la boca /
palabras que naufragan /
palabras que no saben que hay sol porque nacen y mueren
la misma noche en que amó /
y dejan cartas en el pensamiento que él nunca escribirá /
como el silencio que hay entre dos rosas /
o como yo / que escribo palabras para volver
a mi vecino que mira la lluvia /
a la lluvia /
a mi corazón desterrado /
Pertenece al libro Eso y fue tomado de Interrupciones II, Libros de Tierra Firme, 1986.
y pareciera que están lavando el mundo.
mi vecino de al lado mira la lluvia
y piensa escribir una carta de amor /
una carta a la mujer que vive con él
y le cocina y le lava la ropa y hace el amor con él
y se parece a su sombra /
mi vecino nunca le dice palabras de amor a la mujer /
entra a la casa por la ventana y no por la puerta /
por una puerta se entra a muchos sitios /
al trabajo, al cuartel, a la cárcel,
a todos los edificios del mundo /
pero no al mundo /
ni a una mujer / ni al alma /
es decir / a ese cajón o nave o lluvia que llamamos así /
como hoy / que llueve mucho /
y me cuesta escribir la palabra amor /
porque el amor es una cosa y la palabra amor es otra cosa /
y sólo el alma sabe dónde las dos se encuentran /
y cuándo / y cómo /
pero el alma qué puede explicar /
por eso mi vecino tiene tormentas en la boca /
palabras que naufragan /
palabras que no saben que hay sol porque nacen y mueren
la misma noche en que amó /
y dejan cartas en el pensamiento que él nunca escribirá /
como el silencio que hay entre dos rosas /
o como yo / que escribo palabras para volver
a mi vecino que mira la lluvia /
a la lluvia /
a mi corazón desterrado /
Pertenece al libro Eso y fue tomado de Interrupciones II, Libros de Tierra Firme, 1986.
miércoles, 6 de noviembre de 2019
no todos habitaron esta tristeza
no todos habitaron esta tristeza: pero sí el niño, la luna, la dama gris del retrato amarillo.
la tristeza habitaba la noche y el día, las palabras y los silencios,
y parecía irredimible.
el niño era azul, tan azul como la consciencia de sus horas,
como esa consciencia gris que lo tomó cuando fue grande,
tan azul como el propio niño y la luna que se enredó en sus manos y en su pecho,
en su boca y en su frente, a medida que fue creciendo.
la tristeza, la consciencia de esa tristeza,
que se enredó también en los pechos de la dama tan vestida en el retrato amarillo
(aunque esa mujer no tiene nada que ver con la historia
y pasa a ser una imagen, como cualquier otra, en un vago decorado).
la tristeza fue dura y lo es y permanece.
no todos la habitaron, ni por ella fueron habitados, ni la tuvieron en sus manos, ni en el pecho.
el niño, que se hizo de grande tan distinto o tan parecido a sí mismo, tan igual o como siempre,
la conoció tan azul como su único saco y tan azul, como gris su pantalón gris,
se le metió en las venas, para dolerle sin cuna conocida o tal vez
con un origen y un desarrollo bastante claro, para quedársele en el cuerpo
y en el alma o su remedo y encargarse
de no dejarlo cambiar ni matarse de algún modo la memoria.
la tristeza habitaba la noche y el día, las palabras y los silencios,
y parecía irredimible.
el niño era azul, tan azul como la consciencia de sus horas,
como esa consciencia gris que lo tomó cuando fue grande,
tan azul como el propio niño y la luna que se enredó en sus manos y en su pecho,
en su boca y en su frente, a medida que fue creciendo.
la tristeza, la consciencia de esa tristeza,
que se enredó también en los pechos de la dama tan vestida en el retrato amarillo
(aunque esa mujer no tiene nada que ver con la historia
y pasa a ser una imagen, como cualquier otra, en un vago decorado).
la tristeza fue dura y lo es y permanece.
no todos la habitaron, ni por ella fueron habitados, ni la tuvieron en sus manos, ni en el pecho.
el niño, que se hizo de grande tan distinto o tan parecido a sí mismo, tan igual o como siempre,
la conoció tan azul como su único saco y tan azul, como gris su pantalón gris,
se le metió en las venas, para dolerle sin cuna conocida o tal vez
con un origen y un desarrollo bastante claro, para quedársele en el cuerpo
y en el alma o su remedo y encargarse
de no dejarlo cambiar ni matarse de algún modo la memoria.
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