martes, 12 de noviembre de 2019

La curva (sergio beleiro)


                En la curva la muerte. El miedo en todo el camino.
                Lo supo al despertar y verlo junto a la ventana mirando el campo, el horizonte, vestido para salir.
                Lo supo cuando él se dio vuelta y le dijo "¡Vamos!".
                Lo supo entonces, o ya lo sabía, como un resabio de la noche, del mal sueño, de los días pasados, de la forma en que había cambiado o no lo había podido cambiar.
                Le dijo "¡Vamos!" y no dijo más.
                Ella tardó un poco en vestirse, salir y cerrar la casa, obnubilada, perdida o resignada. Mientras tanto él ya se había sentado en el coche, lo había arrancado y esperaba con las manos en el volante y la vista perdida hacia el frente.
                Entró en el coche sabiendo que no lo debía hacer, pero sin poder hacer otra cosa. No se había acomodado cuando el auto empezó a moverse al mando de ese hombre tan conocido y desconocido que era su marido desde hacía tantos años.
                Él no dijo nada, no iba a decir nada, manejaría mirando al frente, casi sin pestañear, a una velocidad prácticamente invariable y peligrosa.
                No tendría que haber subido, aunque no hacerlo, intentar otra cosa, hubiera sido nada más que cambiar un poco sus planes, cambiar las formas, adelantar los hechos.
                Nunca supo adivinar cuando se iba a poner así, nada lo indicaba la noche anterior ni un par de horas antes, no había signos, era la persona encantadora de siempre y un rato después otro, inaccesible, frío, rígido, destructivo. Cuando se ponía así llegaban los desastres o algo parecido. No se lo podía convencer de que desistiera, aunque fuera de algo trivial, era imposible hacerlo cambiar de idea ― de saber cuál era ―, e imposible resistirse. Se tornaba violento, otro. Cualquier oposición implicaba lo impredecible y podía descargar su violencia donde menos se lo esperase.
                Lo impredecible, el hecho, lo que iba a suceder, no su inevitabilidad, ocurriría en la carretera, en la casa, en el medio de una ciudad ahíta de gente en pleno movimiento.
                Oponerse, intentar la mayor o menor resistencia, simplemente la llevaría a otra curva, más o menos cerrada o resbalosa, a este o aquel precipicio, a la muerte que no hubiera esperado de ese modo, pero que sabía desde mucho antes  ― tonta esperadora de milagros en la
que se había convertido ―.
                Tenía miedo y resignación. Ya no volvió a mirarlo ni siquiera de reojo. Ese miedo, raro pero final, no dejaba de ser otro matiz del paisaje
                Cerró los ojos y esperó lo inevitable sin ponerse a rezar.






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