En la
curva la muerte. El miedo en todo el camino.
Lo supo
al despertar y verlo junto a la ventana mirando el campo, el horizonte, vestido
para salir.
Lo supo
cuando él se dio vuelta y le dijo "¡Vamos!".
Lo supo
entonces, o ya lo sabía, como un resabio de la noche, del mal sueño, de los
días pasados, de la forma en que había cambiado o no lo había podido cambiar.
Le dijo
"¡Vamos!" y no dijo más.
Ella
tardó un poco en vestirse, salir y cerrar la casa, obnubilada, perdida o
resignada. Mientras tanto él ya se había sentado en el coche, lo había
arrancado y esperaba con las manos en el volante y la vista perdida hacia el
frente.
Entró
en el coche sabiendo que no lo debía hacer, pero sin poder hacer otra cosa. No
se había acomodado cuando el auto empezó a moverse al mando de ese hombre tan
conocido y desconocido que era su marido desde hacía tantos años.
Él no
dijo nada, no iba a decir nada, manejaría mirando al frente, casi sin
pestañear, a una velocidad prácticamente invariable y peligrosa.
No
tendría que haber subido, aunque no hacerlo, intentar otra cosa, hubiera sido
nada más que cambiar un poco sus planes, cambiar las formas, adelantar los
hechos.
Nunca supo adivinar cuando se iba
a poner así, nada lo indicaba la noche anterior ni un par de horas antes, no
había signos, era la persona encantadora de siempre y un rato después otro,
inaccesible, frío, rígido, destructivo. Cuando se ponía así llegaban los
desastres o algo parecido. No se lo podía convencer de que desistiera, aunque
fuera de algo trivial, era imposible hacerlo cambiar de idea ― de saber cuál
era ―, e imposible resistirse. Se tornaba violento, otro. Cualquier oposición
implicaba lo impredecible y podía descargar su violencia donde menos se lo
esperase.
Lo impredecible,
el hecho, lo que iba a suceder, no su inevitabilidad, ocurriría en la
carretera, en la casa, en el medio de una ciudad ahíta de gente en pleno
movimiento.
Oponerse,
intentar la mayor o menor resistencia, simplemente la llevaría a otra curva, más
o menos cerrada o resbalosa, a este o aquel precipicio, a la muerte que no
hubiera esperado de ese modo, pero que sabía desde mucho antes ― tonta esperadora de milagros en la
que se
había convertido ―.
Tenía
miedo y resignación. Ya no volvió a mirarlo ni siquiera de reojo. Ese miedo,
raro pero final, no dejaba de ser otro matiz del paisaje
Cerró
los ojos y esperó lo inevitable sin ponerse a rezar.
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