la tristeza habitaba la noche y el día, las palabras y los silencios,
y parecía irredimible.
el niño era azul, tan azul como la consciencia de sus horas,
como esa consciencia gris que lo tomó cuando fue grande,
tan azul como el propio niño y la luna que se enredó en sus manos y en su pecho,
en su boca y en su frente, a medida que fue creciendo.
la tristeza, la consciencia de esa tristeza,
que se enredó también en los pechos de la dama tan vestida en el retrato amarillo
(aunque esa mujer no tiene nada que ver con la historia
y pasa a ser una imagen, como cualquier otra, en un vago decorado).
la tristeza fue dura y lo es y permanece.
no todos la habitaron, ni por ella fueron habitados, ni la tuvieron en sus manos, ni en el pecho.
el niño, que se hizo de grande tan distinto o tan parecido a sí mismo, tan igual o como siempre,
la conoció tan azul como su único saco y tan azul, como gris su pantalón gris,
se le metió en las venas, para dolerle sin cuna conocida o tal vez
con un origen y un desarrollo bastante claro, para quedársele en el cuerpo
y en el alma o su remedo y encargarse
de no dejarlo cambiar ni matarse de algún modo la memoria.
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