viernes, 10 de septiembre de 2021

Muerte en primera persona (Sergio Beleiro)

 









Esperé a que saliera desde un lugar donde no me podía ver.

¿Me podía ver desde su ventana?

No creo, tampoco me conoce.

Soy sigiloso, pero sobre todo común, de verme no podría sospechar.

Siempre me hago las mismas preguntas.

¿Podría asociarme con algo o alguien?

No.

Soy de afuera.

Es imposible.

Lo esperé y lo seguí de lejos, suficientemente lejos.

Ya lo había seguido antes, de distinto modo, siempre a suficiente distancia, en distintas circunstancias.

Él seguía con sus mismas costumbres, nunca cambió nada, por lo que supuse que no esperaba nada. No sabía, no intuía, no le importaba nada o estaba seguro de que no le podía pasar nada. Aunque nadie puede pensar eso: salís a la calle y como en los dibujos animados te espera un piano en la cabeza que cae desde el piso nueve y no te salvás porque no sos un dibujito.

Pero un ex policía tendría que saber que metió sus narices en lugares donde nunca las tenía que haber metido y que su jubilación no es garantía de nada. También es posible que sea un tarado o no le importe un corno.

 

(Quien escribe, yo, por escribir, en cierto modo, se cree omnipotente, pero no es más que un esclavo; lo que lo forma, lo que ha leído o visto por ahí, lo encadena a ciertos moldes y socava su entendimiento, pero un personaje por él (yo mismo) creado, hace apenas un rato, lo lleva de las narices sin que siquiera pueda sospecharlo. ¿Qué sería de este señor omnipotente en la vida real, en una cuestión policial real, si ahora en el medio de su pelotudez literaria se deja llevar por lo que apenas es un bosquejo de persona, un esbozo de personalidad como él mismo?)

 

Lo esperé y lo seguí desde lejos pero sin darle posibilidad de escape. Seguía  con sus mismas costumbres, iba por los mismos sitios que cada martes seguía.

Yo no necesitaba pensar mucho. Iba a ir primero allá, después allí y más tarde terminaría en tal lugar para volver con la noche más profunda a su casa.

Lo seguí, maquinalmente, a los mismos pasos de distancia, las mismas o parecidas paradas, los mismos horarios, más o menos las mismas calles, en fin, un circuito igual o semejante hacia el mismo destino.

Volvía a casa, a la misma casa, enfrente del mismo bar desde donde tantas veces lo observé, unos días desde una ventana, otras tardes desde otra, casi de refilón desde la barra algunas noches cuando la gente era otra y la luz era otra y la consumición tenía otro precio, sobre todo los fines de semana.

Volvía a su casa, a la casa del ventanal amplio, del balcón sin macetas.

No lo iba a dejar llegar.

A estas horas, en la soledad de las calles y la soledad de la hora, reduciría la distancia para alcanzarlo justo en la entrada del edificio.

 

Nunca supe cómo se dio cuenta y diez metros antes, dio media vuelta con el arma en la mano en un pase de magia perfecto y, sin tener tiempo a reaccionar, aun con mi dedo en el gatillo de la pistola sin seguro y a medio desenfundar, me pegó un tiro en la frente, mientras yo, por reflejo o espasmo involuntario, ya muerto, me pegaba un tiro en el pie.

 

Pueden pensar que esta historia no tiene mucho sentido, que un muerto no puede contar su historia, pero por lo menos en el cine un muerto la suya ya ha contado.


(Digamos Sunset Boulevard, Billy Wilder, 1950. También hay comedia musical)

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