Aparenta que está vivo. Pero es
hombre muerto.
Está sentado en el banco de la
plaza cuando la mañana se aproxima con nubes de lluvia, con aires de tormenta.
Aparenta que está vivo por la
posición y porque la campera ahora no deja ver la sangre en la remera y no hay
nadie para verla debajo de su asiento.
Es como que no quiso resignarse y
al no poder estar parado no quiso dejarse caer y terminar horizontal y
desordenado sobre el pedregullo y el polvo que en un rato estará mojado por la
lluvia que disolverá en parte su sangre.
Logró sentarse y cerrar un poco
la campera.
No, no quiso resignarse pero se
dio cuenta de que no tenía escapatoria.
Se le iba la vida y no podía
hablar como cuando lo acuchillaron no atinó a gritar o no pudo y tuvo que
limitarse a un ¡ay! mordido y corto que nadie pudo escuchar, ni sus asesinos.
Ellos se fueron y nadie llegó
todavía.
Sin celular, dinero ni
documentos, espera lo inevitable; tiene los ojos cerrados y casi no respira.
No tiene a nadie y no piensa en
nadie más. Piensa en que se va.
No quiere ver sus manos, que la
muerte deja caer, ni su pecho que ya no volverá a hincharse.
Las primeras gotas de lluvia caen,
un trueno agita la plaza y los árboles se revuelven en un remolino ante el
soplo inusual del viento.
La tormenta fuerte, al
abalanzarse sobre el parque, lo encuentra muerto.
Tardará todavía un tiempo para
que la lluvia amaine, la mañana crezca y alguien vea la figura en el banco y le
parezca raro ese señor mojado e inmóvil que parece muerto.
El muerto no aparenta nada y la
herida en su cuerpo dirá claramente en la autopsia que no fue suicidio sino asesinato.
Cosas de la vida…
Siempre habrá un cadáver.
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