martes, 24 de marzo de 2020

el comprador de muertes (sergio beleiro)


                No bien puso un pie en la vereda encendió un cigarrillo. Había hecho lo mismo diez minutos antes esperando el colectivo. Iba a matar a un tipo, pero no estaba especialmente nervioso. Los cigarrillos no agregaban nada al asunto. Estaba convencido de que una de las pocas cosas que no podía controlar en su vida era ese vicio. El cigarrillo lo controlaba a él y si fuera una persona común, el tabaco seguramente sería el encargado de llevarlo a la tumba de un bobazo en plena calle o lo haría a través del enfisema, postrado en una cama de hospital, conectado a mangueras y tubos que infructuosamente intentarían llevar oxígeno a sus pulmones secos para luego extraerlo.
                Lo separaban de su meta apenas tres cuadras.
                Quince días antes había empezado a recorrer el barrio. La primera vez, bajó del mismo colectivo en la misma parada y con el cigarrillo en la mano había hecho el mismo trecho que ahora, lentamente, pasando de largo por la vereda de enfrente de la casa con la cruz imaginaria marcada, anotando mentalmente lo que podía servirle y siguiendo otras tres cuadras más donde lo esperaba la parada de otro colectivo que por otras calles lo llevaría nuevamente a la estación del ferrocarril con el que había llegado a ese barrio.
                Otra vez había bajado en la misma parada, sin tener una idea exacta de como llegaría al barrio el día todavía indeterminado de hacer el trabajo. Hizo una recorrida en espiral hacia la casa, tanteando con los pies y la mirada esas aceras desparejas de barrio humilde donde una buena vereda de baldosas daba paso a otra, de barro y piedras, que amenazaba con tirarlo al piso si no miraba bien dónde pisaba.
                Cada caminata le daba nuevas alternativas de escape o la presencia de otras dificultades que se podrían presentar.
                También anduvo por el barrio en coche, pero esas calles de tierra o de cemento con fantásticos baches no lo convencían demasiado.
                El tipo en cuestión no dejaba de ser un perejil, un desgraciado que vio lo que no debía y no supo callarse la boca, que no tenía nada que ver con la cosa pero le llamó tanto la atención que no pudo menos que comentarlo y así como corrió su chisme por donde no debía, corrió el chisme de su inocente boconeada por los lugares donde no le convenía.
                La cuestión entonces ya no era escarmentarlo porque nunca escarmienta un hombre muerto, sino dar un aviso para que cuiden su boca los que pusieron la oreja.
                Era un pobre tipo que vivía solo, trabajaba de empleado en un comercio cerca de la estación con horario interrumpido. Volvía a su casa para comer al mediodía y luego volvía al trabajo cerca de las cuatro de la tarde, ya de noche terminaba y regresaba inmediatamente a su casa.
                Conocido el barrio y sus horarios, los del tipo y los del barrio, tenía en claro cuál sería su itinerario, lo siguiente sería poner la fecha y la hora.
                Se decidió por la noche, cuando volvía del trabajo, a la vuelta de la casa y por el cuchillo.
                Lo esperó pacientemente en la esquina. Cuando salió del negocio lo siguió manteniendo cierta distancia. Tres cuadras a paso medio casi sin gente, sin más negocio que un kiosco improvisado detrás de la ventana de una casa.
                El tipo dobló para tomar la calle que lo acercaba a su casa, el baldío que había elegido quedaba a unos metros. Se le acercó mirando alrededor. No había nadie cerca, salvo un hombre solo caminando unos cincuenta metros más adelante en la misma dirección que ellos llevaban.
                A mitad del baldío lo alcanzó. Desde atrás, al mismo tiempo que con su mano izquierda le tapaba la boca, el cuchillo en su derecha le entraba por las costillas sin que pudiera gritar.             
              Mientras le sacaba el cuchillo, acompañó su caída con los brazos.
                El tipo ya no podía hablar y él tampoco.  Jadeaba como si hubiera corrido todo el camino. Sabía que ese hombre moriría enseguida, aunque alguien lo encontrara pronto e intentara ayudarlo.
                Miró hacia atrás y al no ver a nadie prosiguió su camino como si nada, mientras ponía el cuchillo en una bolsa de nylon y lo guardaba en el bolsillo interior de la campera.
                Llegó a la parada del colectivo sin alarmas y el colectivo se acercó en seguida como si hasta eso estuviera preparado. Estaba de buenas, pudo volver sentado y, en el camino de regreso a casa, fue contabilizando en su haber el dinero a cobrar y se hacía una idea bastante aproximada de aquello en lo que lo gastaría.
                Un par de días después, confirmada la muerte por el comprador de muertes, cobró lo convenido y ese mismo fin de semana, en un cruce peatonal de las vías del Roca, lo atropelló un tren que se dirigía a Constitución.
                El maquinista declaró que recién lo vio en el mismo momento que se tiraba o tropezaba, que no vio otra cosa ni tuvo tiempo para nada, que metió el freno entonces; pero que contra los suicidas no se puede hacer nada.
                La gacetilla dio por sentado el suicidio y el comprador de muertes sonrió al leerlo.
   



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