Hacia el final de los días del
odio poco quedaba. Sólo odio o alguna de sus fases.
Una resignación brumosa o
aceptación entre dientes, velada, de ojos mirando a otro lado y como dando la
espalda a los hechos.
Hacia el final, de nada valía
mirar atrás y atrás era tan lejano que se perdía en noches y días olvidados, en
personas que no estaban, en hechos que ni siquiera hoy, de volver a
presentarse, se intentarían cambiar, porque el odio es así, irracional, aunque
nazca de los razonamientos más elaborados.
Porque el odio, se origine donde
se origine, es solo eso y, en algún lugar del camino, en algún momento de la
vida, de cada uno o de la tribu, cita a las mayores sombras al lugar donde sólo
hay oscuridad.
¿Acaso no es sombra, o parte de
la noche profunda, oír, por ejemplo, a alguien decir: los odio porque los odio?
El desarrollo de la historia se
comió a los indecisos, a los convencidos de no quedarse en ninguno de los dos
bandos y a los blandos. Ahora, cuando los segundos serían necesarios, o un
tercero en discordia la alternativa posible, o la probabilidad de disuadir la
obcecación que más allá del desastre persiste, sólo quedan los vencidos que son
todos y odian todavía de algún modo.
Rebuscando por aquí o por allá se
pueden encontrar los periódicos de esa época, todos tomando partido de uno u
otro lado, con las razones de cada cual para su odio. La palabra objetividad ―
ni hablar de veracidad o verdad ― la podrán encontrar escrita por ahí, muchas
veces, pero más esgrimida que ejercida.
Hoy no hay nadie por aquí que
pueda sacarse sus prejuicios de encima y bucear en el pasado de esos papeles y
otros para encontrar quien empezó o se equivocó primero, ni quien tenía razón; mucho menos se puede
encontrar quien tenga ganas o voluntad de hacerlo.
La razón ya no importa porque los
daños son irreparables. De haber algo por delante tendría que ser otra cosa.
Por puro afán, ya no de
objetividad sino de respeto por mí mismo, puedo decir que, también, elegí un
bando y que no me arrepentí entonces ni me arrepiento hoy de haberlo hecho; que
sigo en ese bando, más convencido que nunca, aunque unos y otros hayamos
perdido.
No me interesa exponer las
razones de mi elección ni vale la pena.
Nada vale la pena, como no valió
la pena la victoria o la derrota.
Ahora somos pocos y si nos vemos
venir nos alejamos; si nos cruzamos, nos miramos de costado y seguimos de
largo. Después tratamos de no pensar en estos días ni en los otros.
Lo único bueno de todo esto es
que ya no hay televisión ni diarios.
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