sábado, 10 de julio de 2021

Casa vacía (Sergio Beleiro)

 

Volvió a su casa.

Al entrar, como siempre, el vacío.

La casa estaba vacía aun con él adentro.

Era una sensación que no se podía sacar de encima.

Era una certeza.

Era una casa vacía y que él viviera ahí no cambiaba nada.

No se sorprendió al entrar en la cocina y ver al pelado del otro lado de la mesa.

No pudo ver sus manos, pero el pelado siempre tenía las manos en los bolsillos.

― ¡Cuánto tiempo!

― Mucho, Esteban ― contestó el pelado.

Siempre llevaba las manos en los bolsillos de la campera, la derecha con el índice en el gatillo de un arma que rara vez tenía el seguro puesto.

― No te esperaba.

― Mal hecho. Sabías que iba a venir.

Llevaba como siempre uno de sus largos camperones con esos bolsillos mágicos donde cabía no solo una pistola sino también la mano en el gatillo.

Esteban ya no tomaba precauciones. Había dejado de mirar por encima del hombro y al doblar la esquina ya no se paraba frente a una vidriera esperando ver si alguien sospechoso doblaba detrás de él.

Se había cansado o había decidido que no valía la pena perder tiempo en algo que no podía controlar.

― ¿Cómo anda la gente?

― Como siempre, unos vienen otros se van.

― ¿Querés un té?

― No, no me gusta la marca que tomás.

El pelado siempre tomaba té, no le gustaba el mate o lo asqueaba el paso de la bombilla por la boca de la gente. Tampoco le gustaba el alcohol.

Una vez lo había visto sacar, como un mago, la pistola del bolsillo, con una velocidad inverosímil y otra disparar directamente desde el bolsillo con acertada puntería.

A Esteban no le cabía duda que el pelado había llegado con tiempo, tal vez un rato después de que él saliera de la casa para ir a trabajar, que lo había inspeccionado todo, confiscado lo que correspondía para después ponerse a esperar.

Era un profesional, pero eso era un aditamento, algo aprendido y ejercitado en el transcurso de los años pacientemente. Lo importante, lo que lo hacía más eficiente, era su frialdad natural. Había nacido con ella, como si tuviera sangre de serpiente. Le agregaba al oficio y la frialdad unos ojos perfectamente lubricados que casi no necesitaban pestañear.

El pelado no solo tenía en su mano derecha su propia arma, también tenía en la zurda la que había encontrado en el cajón de los cubiertos.

No recordaba su nombre, siempre fue el pelado, che o che pelado.

― Si querés tomar algo hacelo, sabés a lo que vengo... pasó mucho tiempo, un poco más no importa.

― Sí… tardaste. Por eso no te esperé más.

― Ya te dije, mal hecho. Igual no iba a cambiar mucho.

Aún con dos personas en la cocina la casa le parecía vacía.

Sabiendo lo que iba a pasar, resignado, su mente buscaba una salida, una salida en una casa vacía donde nada podía interferir, pero donde quisiera tener la posibilidad de gambetear al destino.

Hacer el té para ganar tiempo, ir a la heladera por una gaseosa... no le iba a poder tirar ni el té caliente ni un cuchillo ni una botella. El pelado le dispararía aunque fuera simplemente por las dudas.

Ahora estaba jugando, hacía gala de su personaje, de su victoria, tan callado como otras veces. En realidad era la victoria de otro, el que pagaba sus servicios. Sabía lo que hacía, llevaba la delantera y nunca había tenido nada que perder. Tampoco lo tenía ahora. Este rato de suficiencia, obtener lo que buscaba, ganar, lo satisfacía más que la paga y de la paga, esta vez, ya no estaba tan seguro, había pasado mucho tiempo.

Cualquiera de los dos si se vieran con perspectiva se imaginarían a sí mismos como unos gangsters de película, salvo que no usaban sombreros ni sobretodos y estaban en una Avellaneda alejada del tiempo de Ruggierito, en un Gerli dividido por cuestiones de otro tiempo. Malangas hay en todas partes y siempre.

El pelado no imaginaba nada, ni pensaba, tenía todo cocinado, hasta un arrebato final del gastado Esteban.

Esteban no encontraba ni el cómo ni el por dónde. Era el resignado que no se quería resignar.

Vio o imaginó un parpadeo y se lanzó sobre la mesa o se lanzó sobre la mesa provocando un parpadeo y el dedo del pelado gatillando un disparo a través de la campera y de la mesa enclenque que cedía ante su propio peso y su propia carne cuando llegaba a tomarlo de la cabeza y la hacía girar cuando el pelado volvía a disparar ahora a cualquier lado casi al mismo tiempo en que terminaba con el cuello roto.

Tal vez el salto, ese deslizamiento sobre la mesa que cedía en el retorcerse de su cuerpo por el disparo, en el intento del pelado por sacar las manos de los bolsillos, lo llevó a romperle el cuello y no a hacerle dar su nuca calva contra la pared, terminando por evitar una última lucha o forcejeo.

Demasiado rápido y demasiado loco como para que saliera bien, y también para poder contar el cuento, pero en Gerli todo podía pasar, hasta apaciblemente, y no se le ocurriría contarle el cuento a nadie.

El pelado estaba muerto con el cuello roto.

Esteban respiraba, agitado, todavía reteniendo la cabeza del vencido, en el suelo, la mesa rota, las sillas caídas, formando todo una especie de barricada que impedía el paso a ningún lado.

Sangraba por un costado, pero no tanto. Le dolía mucho, se tocó, podía haber sacado una costilla rota, pero eran solo carne y grasa perforadas. Estaba vivo.

Trató de recomponerse del desastre.

No escuchó sirenas ni ruidos en la calle. Fueron dos disparos y en Gerli todo podía pasar, como podía pasar que nadie se diera cuenta de nada o llegaran los bomberos a una casa equivocada. Un par de vecinas habían asomado sus narices a la calle, pero como en la calle no había pasado nada volvieron a sus cosas.

Se dedicó por un rato a limpiarse la herida y a vendarse. Le iba a doler bastante por bastante tiempo.

Desestimó el té y la gaseosa, bebió un vaso de agua de la canilla y buscó el ron.

Tenía unas cuantas cosas para pensar, otras para arreglar y precauciones que tomar, aunque ya estaba podrido de todo eso.

Su estupidez casi lo había matado y la misma estupidez lo había salvado y le había dado algo de tiempo, tal vez mucho más que el que esperaba o se merecía, tal vez muy poco.

No sabía si valía la pena, estaba tan vacío como la casa en la que vivía o el muerto tirado en el piso con armas en los dos bolsillos de la campera agujereada.



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