Volvió a su casa.
Al entrar, como
siempre, el vacío.
La casa estaba
vacía aun con él adentro.
Era una sensación
que no se podía sacar de encima.
Era una certeza.
Era una casa vacía
y que él viviera ahí no cambiaba nada.
No se sorprendió al
entrar en la cocina y ver al pelado del otro lado de la mesa.
No pudo ver sus
manos, pero el pelado siempre tenía las manos en los bolsillos.
― ¡Cuánto tiempo!
― Mucho, Esteban ―
contestó el pelado.
Siempre llevaba las
manos en los bolsillos de la campera, la derecha con el índice en el gatillo de
un arma que rara vez tenía el seguro puesto.
― No te esperaba.
― Mal hecho. Sabías
que iba a venir.
Llevaba como
siempre uno de sus largos camperones con esos bolsillos mágicos donde cabía no
solo una pistola sino también la mano en el gatillo.
Esteban ya no
tomaba precauciones. Había dejado de mirar por encima del hombro y al doblar la
esquina ya no se paraba frente a una vidriera esperando ver si alguien
sospechoso doblaba detrás de él.
Se había cansado o
había decidido que no valía la pena perder tiempo en algo que no podía
controlar.
― ¿Cómo anda la
gente?
― Como siempre,
unos vienen otros se van.
― ¿Querés un té?
― No, no me gusta
la marca que tomás.
El pelado siempre
tomaba té, no le gustaba el mate o lo asqueaba el paso de la bombilla por la
boca de la gente. Tampoco le gustaba el alcohol.
Una vez lo había
visto sacar, como un mago, la pistola del bolsillo, con una velocidad
inverosímil y otra disparar directamente desde el bolsillo con acertada
puntería.
A Esteban no le cabía
duda que el pelado había llegado con tiempo, tal vez un rato después de que él saliera
de la casa para ir a trabajar, que lo había inspeccionado todo, confiscado lo
que correspondía para después ponerse a esperar.
Era un profesional,
pero eso era un aditamento, algo aprendido y ejercitado en el transcurso de los
años pacientemente. Lo importante, lo que lo hacía más eficiente, era su
frialdad natural. Había nacido con ella, como si tuviera sangre de serpiente. Le
agregaba al oficio y la frialdad unos ojos perfectamente lubricados que casi no
necesitaban pestañear.
El pelado no solo
tenía en su mano derecha su propia arma, también tenía en la zurda la que había
encontrado en el cajón de los cubiertos.
No recordaba su
nombre, siempre fue el pelado, che o che pelado.
― Si querés tomar
algo hacelo, sabés a lo que vengo... pasó mucho tiempo, un poco más no importa.
― Sí… tardaste. Por
eso no te esperé más.
― Ya te dije, mal
hecho. Igual no iba a cambiar mucho.
Aún con dos
personas en la cocina la casa le parecía vacía.
Sabiendo lo que iba
a pasar, resignado, su mente buscaba una salida, una salida en una casa vacía
donde nada podía interferir, pero donde quisiera tener la posibilidad de
gambetear al destino.
Hacer el té para
ganar tiempo, ir a la heladera por una gaseosa... no le iba a poder tirar ni el
té caliente ni un cuchillo ni una botella. El pelado le dispararía aunque fuera
simplemente por las dudas.
Ahora estaba
jugando, hacía gala de su personaje, de su victoria, tan callado como otras
veces. En realidad era la victoria de otro, el que pagaba sus servicios. Sabía
lo que hacía, llevaba la delantera y nunca había tenido nada que perder.
Tampoco lo tenía ahora. Este rato de suficiencia, obtener lo que buscaba,
ganar, lo satisfacía más que la paga y de la paga, esta vez, ya no estaba tan
seguro, había pasado mucho tiempo.
Cualquiera de los
dos si se vieran con perspectiva se imaginarían a sí mismos como unos gangsters
de película, salvo que no usaban sombreros ni sobretodos y estaban en una
Avellaneda alejada del tiempo de Ruggierito, en un Gerli dividido por
cuestiones de otro tiempo. Malangas hay en todas partes y siempre.
El pelado no
imaginaba nada, ni pensaba, tenía todo cocinado, hasta un arrebato final del
gastado Esteban.
Esteban no
encontraba ni el cómo ni el por dónde. Era el resignado que no se quería
resignar.
Vio o imaginó un parpadeo
y se lanzó sobre la mesa o se lanzó sobre la mesa provocando un parpadeo y el
dedo del pelado gatillando un disparo a través de la campera y de la mesa enclenque
que cedía ante su propio peso y su propia carne cuando llegaba a tomarlo de la
cabeza y la hacía girar cuando el pelado volvía a disparar ahora a cualquier
lado casi al mismo tiempo en que terminaba con el cuello roto.
Tal vez el salto,
ese deslizamiento sobre la mesa que cedía en el retorcerse de su cuerpo por el
disparo, en el intento del pelado por sacar las manos de los bolsillos, lo
llevó a romperle el cuello y no a hacerle dar su nuca calva contra la pared,
terminando por evitar una última lucha o forcejeo.
Demasiado rápido y
demasiado loco como para que saliera bien, y también para poder contar el
cuento, pero en Gerli todo podía pasar, hasta apaciblemente, y no se le
ocurriría contarle el cuento a nadie.
El pelado estaba
muerto con el cuello roto.
Esteban respiraba, agitado,
todavía reteniendo la cabeza del vencido, en el suelo, la mesa rota, las sillas
caídas, formando todo una especie de barricada que impedía el paso a ningún
lado.
Sangraba por un
costado, pero no tanto. Le dolía mucho, se tocó, podía haber sacado una costilla
rota, pero eran solo carne y grasa perforadas. Estaba vivo.
Trató de
recomponerse del desastre.
No escuchó sirenas
ni ruidos en la calle. Fueron dos disparos y en Gerli todo podía pasar, como
podía pasar que nadie se diera cuenta de nada o llegaran los bomberos a una
casa equivocada. Un par de vecinas habían asomado sus narices a la calle, pero
como en la calle no había pasado nada volvieron a sus cosas.
Se dedicó por un
rato a limpiarse la herida y a vendarse. Le iba a doler bastante por bastante
tiempo.
Desestimó el té y
la gaseosa, bebió un vaso de agua de la canilla y buscó el ron.
Tenía unas cuantas
cosas para pensar, otras para arreglar y precauciones que tomar, aunque ya
estaba podrido de todo eso.
Su estupidez casi
lo había matado y la misma estupidez lo había salvado y le había dado algo de
tiempo, tal vez mucho más que el que esperaba o se merecía, tal vez muy poco.
No sabía si valía
la pena, estaba tan vacío como la casa en la que vivía o el muerto tirado en el
piso con armas en los dos bolsillos de la campera agujereada.
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