Mientras se
servía un whisky con el pucho en la boca pensó que él le habría dicho:
– ¡Qué femenina!
– en sorna y con su sonrisa más agria.
También pensó,
tomando otro whisky antes de dormir, la respuesta que le hubiera dado, aunque
no la encontró hasta mucho tiempo después:
–Si laburaras
como yo para parar la olla seguro no serías tan grosero.
Respuesta leve,
casi insulsa, sobre todo para un borracho o aprendiz de beodo a tiempo parcial
o completo.
Lo tenía que
haber mandado a freír churros de una, a cagar de segunda, o a mandarse a mudar
sin ninguna discusión y sin demora.
Pero ella, a
pesar de todo y de su gesto machuno y su voz ronca de tabaco y alcohol (como
antes otro pasajero por su vida le había endilgado) era más femenina que más de
una, como era más valiente que más de un gallito machista que vagaba por ahí
sin trabajo ni ganas de buscarlo, amenazando peleas o llevándolas a cabo en
cualquier parte y por el puro gusto.
La voz ronca la
tenía desde la adolescencia, o desde antes y era una cuestión fisiológica o
anatómica, y que no tenía mucho que ver con sus consumos posteriores.
Solía pensar las
cosas tarde, mucho después, muy tarde a veces, y solía responder muchas veces cuando
ya no correspondía, o no respondía. También pensaba que pensar las cosas estaba
bien aunque fuera tarde, que era un modo de tener las cosas masticadas para
otro momento, para cuando algo parecido surgiera. Era tener para mañana una
respuesta rápida a mano, aunque fuera para salir del paso.
Raro, pensó:
pensar después podía convertirse en pensar para el futuro.
Él había
aparecido en un mal momento de su vida y creyó que podía ser para bien,
necesitaba a alguien con quien hablar, pasar el rato, irse al a cama sin
demasiado trámite y, sobre todo, sin compromiso alguno.
Fue así por
algún tiempo, el tiempo que le llevó conocerlo.
A medida que lo fue
conociendo o aprendiendo se dio cuenta de que él quería aprehenderla y que ya
lo había hecho porque ella lo había dejado hacer.
No le gustó la
cosa como el tipo tampoco le gustaba demasiado. Aquella válvula de escape se
convertía en la de una olla a presión que ya había empezado a pitar.
La cuestión de
conveniencia, para ella, se había diluido e intuía que a él cada vez le
convenía más estar a su lado. No era otra cosa que un vago de mierda, otro
vividor que había dejado entrar en su vida y que le ponía las cosas feas.
Tardó, pensó y
pensó, y tardó más de lo que correspondía, pero se lo sacó de encima.
Fue de mañana y
en domingo: se despertó temprano y esperó a que el tipo saliera de su sueño
etílico y de la cama apuntando para el baño a desagotar la vejiga.
Cuando la vio a
mitad de su camino urgente al inodoro escuchó que le decía tranquila y pausadamente:
– Piyá, vestite,
juntá tus cosas y andate sin hacer escándalo… ¡Y no vuelvas!
Él no dijo nada
y se apresuró a cumplir lo que le pedía, seguramente más atento al revólver que
le apuntaba que a las razones que ella no tuvo que esgrimir.
Por eso,
habiendo siempre pensado tanto, esta vez, casi un año después de aquella
anterior, ahora, cuando el que parecía tomar el desagradable puesto de vividor
en su vida, y encima más grosero que el otro, al verla tomándose un whisky con
el pucho en la boca y los pies en la mesita ratona le dijo que parecía un
macho, ella le espetó al toque sin pensarlo:
–¡Andate al
carajo, forro de mierda! y se fue a buscar el revólver al escondite que tenía en
la cocina.
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En la mala época de la pandemia a un amigo, Roberto Soto, y a algunos amigos suyos, se les ocurrió que podían hacer algo con este cuento. Filmaron tres versiones sin juntarse. Supongo que se habrán divertido o, por lo menos, se habrán olvidado por un rato de la peste.
Por mi lado estoy muy agradecido.
Abajo dejo los enlaces.
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