martes, 2 de junio de 2020

pensar las cosas (sergio beleiro)


Mientras se servía un whisky con el pucho en la boca pensó que él le habría dicho:
– ¡Qué femenina! – en sorna y con su sonrisa más agria.
También pensó, tomando otro whisky antes de dormir, la respuesta que le hubiera dado, aunque no la encontró hasta mucho tiempo después:
–Si laburaras como yo para parar la olla seguro no serías tan grosero.
Respuesta leve, casi insulsa, sobre todo para un borracho o aprendiz de beodo a tiempo parcial o completo.
Lo tenía que haber mandado a freír churros de una, a cagar de segunda, o a mandarse a mudar sin ninguna discusión y sin demora.
Pero ella, a pesar de todo y de su gesto machuno y su voz ronca de tabaco y alcohol (como antes otro pasajero por su vida le había endilgado) era más femenina que más de una, como era más valiente que más de un gallito machista que vagaba por ahí sin trabajo ni ganas de buscarlo, amenazando peleas o llevándolas a cabo en cualquier parte y por el puro gusto.
La voz ronca la tenía desde la adolescencia, o desde antes y era una cuestión fisiológica o anatómica, y que no tenía mucho que ver con sus consumos posteriores.
Solía pensar las cosas tarde, mucho después, muy tarde a veces, y solía responder muchas veces cuando ya no correspondía, o no respondía. También pensaba que pensar las cosas estaba bien aunque fuera tarde, que era un modo de tener las cosas masticadas para otro momento, para cuando algo parecido surgiera. Era tener para mañana una respuesta rápida a mano, aunque fuera para salir del paso.
Raro, pensó: pensar después podía convertirse en pensar para el futuro.
Él había aparecido en un mal momento de su vida y creyó que podía ser para bien, necesitaba a alguien con quien hablar, pasar el rato, irse al a cama sin demasiado trámite y, sobre todo, sin compromiso alguno.
Fue así por algún tiempo, el tiempo que le llevó conocerlo.
A medida que lo fue conociendo o aprendiendo se dio cuenta de que él quería aprehenderla y que ya lo había hecho porque ella lo había dejado hacer.
No le gustó la cosa como el tipo tampoco le gustaba demasiado. Aquella válvula de escape se convertía en la de una olla a presión que ya había empezado a pitar.
La cuestión de conveniencia, para ella, se había diluido e intuía que a él cada vez le convenía más estar a su lado. No era otra cosa que un vago de mierda, otro vividor que había dejado entrar en su vida y que le ponía las cosas feas.
Tardó, pensó y pensó, y tardó más de lo que correspondía, pero se lo sacó de encima.
Fue de mañana y en domingo: se despertó temprano y esperó a que el tipo saliera de su sueño etílico y de la cama apuntando para el baño a desagotar la vejiga.
Cuando la vio a mitad de su camino urgente al inodoro escuchó que le decía tranquila y pausadamente:
– Piyá, vestite, juntá tus cosas y andate sin hacer escándalo… ¡Y no vuelvas!
Él no dijo nada y se apresuró a cumplir lo que le pedía, seguramente más atento al revólver que le apuntaba que a las razones que ella no tuvo que esgrimir.


Por eso, habiendo siempre pensado tanto, esta vez, casi un año después de aquella anterior, ahora, cuando el que parecía tomar el desagradable puesto de vividor en su vida, y encima más grosero que el otro, al verla tomándose un whisky con el pucho en la boca y los pies en la mesita ratona le dijo que parecía un macho, ella le espetó al toque sin pensarlo:
–¡Andate al carajo, forro de mierda! y se fue a buscar el revólver al escondite que tenía en la cocina.


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            En la mala época de la pandemia a un amigo, Roberto Soto, y a algunos amigos suyos, se les ocurrió que podían hacer algo con este cuento. Filmaron tres versiones sin juntarse. Supongo que se habrán divertido o, por lo menos, se habrán olvidado por un rato de la peste.
            Por mi lado estoy muy agradecido.
            Abajo dejo los enlaces.

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