Hace un tiempo escuché que
Federico García Lorca fue fusilado por poeta, puto y republicano.
Posiblemente fue traicionado; fue
asesinado y desaparecido.
En todos lados se cuecen habas y
aunque la humanidad progresa, la humanidad siempre es escasa.
Se puede llegar a su obra por el
interés que despierta su historia o su leyenda, o por algunas canciones que
llevan sus palabras y no está mal.
La cuestión es darse cuenta de la
importancia de su obra más allá de su desgracia de asesinado o de lo que se
dice de él.
Se puede llegar a sus escritos
por cualquier lado, pero hay que meterse en sus palabras.
Lo mismo corre para el que llega
a Miguel Hernández por las canciones de Serrat o a otros poetas a través de
Paco Ibáñez o a Rafael Alberti a través de Attaque 77.
De manera parecida, aunque a
veces sea complicado, no habría que negarse a otras obras por la malhadada
historia de sus creadores. No podemos negarnos a los cuentos o poemas de Borges
por sus opiniones políticas conservadoras o retrógradas, ni a “Viaje al fin de
la noche” por haber sido Céline racista o colaboracionista (aunque también
pacifista).
El asunto es que más allá de los
errores y aciertos, de las vidas más o menos complicadas, de los finales
felices o terribles de los autores a los que nos asomamos, sus obras son
concretas, están ahí. Si se perdieran las identidades de quienes las crearon
pero nos quedaran esos libros, las palabras serían las mismas. Podríamos
leerlas y releerlas y, tal vez, puestos a divagar, hasta inventarles un autor
con una vida completamente distinta a la real, una vida fantástica que tampoco podríamos
imaginar cabalmente hasta el último detalle.
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