Piensa, mientras se hamaca tratando de no arrastrar los
pies.
La plaza está
distinta, es más chica, más allá de que siempre el tiempo con su paso y su
propio paso, sus años, reducen los tamaños.
La plaza es más
chica, tiene menos juegos; sobreviven estas hamacas, pero no cree que sean las
mismas, aunque su mal estado parece afirmar lo contrario.
Piensa.
Está
triste.
Es una mina
triste hamacándose en una plaza desierta, cuando el día apenas está naciendo,
sin que nadie la vea.
No la ve nadie.
Es muy temprano
y piensa.
Se piensa.
Se encara a sí
misma con cierto enojo diluido y la tristeza vieja que lo va ahogando todo.
-¡Cómo tiré la
vida! - se dice, arrastrando los pies, que no quiere arrastrar, en la arena
sucia mezclada con conchillas -.
-¡Cómo tiré mi
vida! ¿Cómo tiré mi vida?
No lo sabe o lo
sabe sin poder asumirlo. No sabe en qué
momento eligió el camino equivocado o no decidió y la vida se le empezó a ir de
las manos y se puso a caminar por donde no llegaría a lo soñado, a lo pensado,
a lo que incluso entonces intuía que no iba a lograr y, sin embargo, soñaba
cada día con más ganas.
El reloj
biológico, la maternidad, no eran más que palabras, en esa época, no llegaban a
ser preocupaciones. No lo fueron nunca. No encontrar o no saber buscar a
alguien con quien compartir las cosas, los momentos comunes, la vida pequeña
pero importante, siempre fue el problema.
Tampoco sabe
cuándo debió haber buscado ayuda por otro lado y no se dio cuenta; pero tiene
una vaga idea, una idea vaga que treinta años después no sirve para nada. Sabe
muchas cosas, muchas razones de su desperdicio y, también sabe, que ninguna
sirve para justificar nada, mucho menos frente a sí misma.
Es una mujer
vacía en extraño vaivén, en unas hamacas viejas, en un parque desierto, sin que
nadie la vea o, por lo menos, sin que ella lo perciba.
Una mujer sola
que no le encuentra sentido a las cosas, sin darse cuenta de que nada tiene
sentido o, que si lo tiene, ya no vale la pena encontrarlo y mucho menos
buscarlo.
Es una mujer,
piensa, que no le importa a nadie. Realmente lo cree y arrastra los pies
mientras se hamaca con la mirada perdida a lo lejos, muy lejos, con esa mirada
que no se enfoca, que no hace centro en ningún punto, ni atrás ni
adelante.
Una mujer sin
hombre, pasado o presente, que se da cuenta de que nada va a cambiar, segura de
haber desperdiciado sus años, de no haber aprovechado las pocas oportunidades
por no tener la lucidez suficiente o el arrojo necesario; sabiendo que ese
arrojo no hubiera sido tal, sino apenas el no quedarse en la duda y dar el paso
que cualquiera hubiera dado, que poca gente deja de dar.
Es, además, una
mina rara que nunca arranca a llorar, aunque se imagina que llorar podría
sacarle de encima parte de la mierda que lleva en su cabeza. Una mina que
quisiera llorar, que tiene ganas de llorar y no puede.
Está harta de
pensar y no puede dejar de hacerlo, entonces piensa en morir pero no lo quiere
pensar. ¡Morir…, dormir! ¡Dormir!… ¡Tal
vez soñar! ¡Ya no quiere soñar!
Clava los pies
en la arena y se baja. Mira el tobogán en la otra esquina de la plaza y encara
para el otro lado.
Más allá, la
avenida y el camino a casa.
Ya de vuelta, la casa destemplada, como lo fue la noche, le confirmará esa idea que
siempre le da vueltas: Una casa sin gente siempre es fría.
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