Quemar todo:
las naves
y los ojos. Quemar la longitud
de los horarios. Quemar
la luz, el viento,
los sonidos. Quemar la casa misma
en que te escondes. Quemar
el soliloquio, la avenida, la plaza
principal, el Ministerio. Quemar
la soledad del asombrado. Ponerle
dinamita a los recuerdos. Encender
los papeles del obtuso. Quemar
la mano misma, el esqueleto,
la sombra del cantar, la estrafalaria,
la degollada mueca
que percibes
al mirarte
en tu espejo
de ceniza.
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