martes, 16 de febrero de 2021

Quinta Hilda (María Ruiz García)

Provoca quitarse un brazo, una teta, una oreja, un pulmón y ponerlos encima de la mesa, en el piso, al lado del microondas, colgados de una pared. Que hagan juego, que se mimeticen con la ambientación de trozos, de partes, de restos.

Provoca desarmarse y esparcirse para no
desentonar, con tanta vida por dentro y por delante, con tanto sístole y diástole, con tanto ruido espantoso en una casa tan vacía y llena de eco.

Porque lo demás son fantasmas: sábanas blancas con huequitos negros a la altura de los ojos que deambulan y, a veces, lavan los platos y compran tortas tres leches.

En el sofá un cadáver de padre. En la maleta un cadáver de madre. En la tierra del estacionamiento tres metros de cadáveres de bichos peludos. En la puerta, un cadáver de hermano que llega siempre y que tampoco se termina de ir.

Estamos de pasada. Nos metemos un trozo de pared blanca con filtraciones en un bolsillo y una bola de pelos debajo de la lengua para que, estando lejos, dure un poco más el sabor amargo y el tacto irregular de lo permanente.

Provoca desenredarse las venas, abrir el grifo que las contiene y derramar toda la sangre fétida que nos une: derramarla escaleras abajo, provocar una ola roja y ferrosa gigantesca que baje desde el segundo piso, que inunde la cocina y la sala hasta que se salga todo por las ventanas y chorree hasta el patio: que se desinfecte todo, que se le caiga el polvo acumulado de años a los muebles, que se mojen las sábanas y se deshagan.

Que no quede nada en pie. Que se vacíe este depósito de ruinas y que todos los escombros se vayan por el desagüe.



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