Un paisaje de porotos, cartas y
vasos con vermut, de bocas que se tuercen para exhalar el humo hacia un costado
tratando de no molestar a los demás. Viejos tramposos e inocentes jugando al
truco, gritando sus triunfos y sus derrotas. Tahúres de papel que no olvidan
con los años el arte del juego y las triquiñuelas. Con risas de fondo, el
choque de las bolas de billar y más allá, fuera del salón, los gritos y
querellas de un partido de papi futbol que se complica, gente que charla y
chicos que van y vienen, cervezas y gaseosas que se destapan en el mostrador y
en las mesas; maní, salame, queso y aceitunas.
Esto pasa muy cerca, a unos pasos, en la casa lindera o en un cuarto detrás del buffet al que no se puede acceder sin el guiño del señor del mostrador. El amarillo de los dedos más marcado en alguno de los jugadores sobre la palidez de unas manos que no añoran el sol, nicotina acumulada y seguramente riñones más comprometidos, hígados andando el camino de la cirrosis, menos años por venir y más dificultades por atravesar.
Aquí la triquiñuela no debiera tener cabida, ni la trampa burda.
Casi no llegan ruidos extraños de
riñas ajenas ni pelotas, es un lugar donde la sonrisa no le cabe a todos o es
un esbozo y no dura mucho. Tal vez la gran sonrisa de la fortuna agraciará a
alguno esta noche, pero difícilmente vaya a repetirse mañana. Tampoco hay mucho
miedo, sino el estado de alerta, saber de las trampas, la inquietud de lo que pudiera.
La trampa posible, a la vista o fuera de la vista, a esta altura de la
experiencia es improbable; aunque en la tensión del asunto de las fichas y la
plata que representan lo improbable puede tornarse paranoicamente posible, por
la cuestión subjetiva, porque no hay ruidos que distraigan, ni bolas que se
choquen, ni discusiones en la cancha, solamente las cartas y la plata en juego,
la satisfacción de la semana y nada más si la suerte y el saber lo dispusiesen,
o el desamparo y la necesidad de otro dinero, bien o mal habido, para pagar las
cuentas, las deudas con alguien más virtuoso o afortunado o engañoso que uno y,
entonces, una esposa haciendo malabares para criar a los chicos buenamente y la
presunción cada vez más cercana del divorcio.
Hay, es sabido, tahúres en un
escalón superior, tal vez más desgraciados, pero vaya uno a saberlo, intentando
conformase u olvidarse, con una buena noche, de todas sus pérdidas. Quizás un
sueño compartido por todos los jugadores del mundo en cualquier timba.
Y hay los que se juegan una
fortuna cada noche pero tienen siempre el paño suficiente para perder otra fortuna
en la misma u otra mesa la misma noche o la siguiente.
También están los grandes, los
tahúres verdaderos, los que juegan siempre con la plata ajena, los que se juegan
nuestra vida, en presente y en futuro, cada día, sin darle la menor importancia.
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