Los
panqueques siempre fueron un problema.
A
mis viejos les gustaban con azúcar y a mí, fruto de un descubrimiento feliz en
casa de mi tía, con dulce de leche.
Ganaban
ellos y el azúcar era la única asistente en esas tardes de alegría.
Pero
el problema mayor era otro, u otra, mi vieja.
No
podía nunca dejar de enojarse mientras los hacía.
Sufría
al ver... no, mejor dicho, al no ver crecer la pila de panqueques en el plato.
Acosada
por mi viejo y por mí, piratas con azucarera en mano y las manos prestas al
ataque por la espalda, era poner un panqueque en el plato para que
desapareciera sin llegar a entibiarse.
Para
ella era una historia que venía desde lejos y hace tiempo, que se repetía una y
otra vez con pocas diferencias.
Había
cambiado de país y de sartenes, de paisaje y comensales, para muchos años
después con nosotros como amigos-enemigos traicioneros seguir enojándose.
No
había forma de hacer crecer la pila hasta que los depredadores se hartaran del
manjar o hicieran una pausa digestiva, recompusieran fuerzas y volvieran al
abordaje.
Su
cambio había sido más que un cambio de país, de estado civil y ocupaciones, o
una reducción de hambrientos y angurrientos a los que alimentar.
En
España, cocinaba para más de una docena, aunque la cocina no le gustaba
demasiado y permanecía en su vida, ya llegada la mía, casi como una obligación
adquirida, una desgracia inevitable o un atavismo vaya uno a saber de qué
clase.
Ayer,
allá a lo lejos, rodeada de sus hermanos y mi abuelo, ya sufría como una madre,
desbordada o sin poder, viéndolos cazar al vuelo sus planos y simples manjares
junto al fuego de la cocina económica, armados con sus manos, la cuchara y el
azúcar, para en vuelo rasante espolvorearlos y a la boca.
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