Mi tristeza llega hasta el último piso
de una casa en Valencia,
abraza muy fuerte a una mujer ancha
que apenas puede andar,
sus piernas mordidas por la soledad,
por los cocodrilos del tiempo
que se besan ahora
(ceniza contra ceniza)
en el fregadero.
Mi tristeza aspira a ser la amante de dios,
pero mientras tanto,
salgo de mi espíritu,
atravieso las calles de mi alma
y compro en una tienda muy chic
una bola repleta de falsa nieve
que más tarde caerá sobre la mujer ancha
empapando de olvido las costuras de su nombre.
Hace sol en la casa.
El sol levantino
es una espada que refulge de avaricia
o muchos pájaros con las alas repletas
de máscaras y violines.
Mi tristeza se sienta junto a la mujer,
mira sus ojos repletos de llanto helado
y vuelve a agitar la falsedad de la nieve sobre el cristal.
Piensa
(mi tristeza)
en el mundo más allá de las fronteras del mundo,
en que me he comprado vía internet
una camisa azul y no sé
exactamente con qué pantalón combinarla.
Pero, ¿y la tristeza de la mujer ancha?
¿cómo combina su negra respiración
con la ausencia del hijo,
con mi camisa azul,
con la terquedad cristalina de la nieve?
Hay una planta de aloevera que cura sus heridas.
La mujer ancha
abre el pecho y se coloca allí el retrato del cáncer,
la última sonrisa del hijo,
los pétalos de un café que empieza a hervir en el silencio.
Tomado del blog de la escritora:
https://angelicamorales.wordpress.com/2018/01/07/el-dolor-de-las-azoteas/
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